Carta de Alba (voluntaria 2017)
“Ya ves, viajero, esta su puerta abierta,
todo el país es una inmensa casa.
No, no te equivocaste de aeropuerto:
entra nomás, estás en Nicaragua.”
Julio Cortázar.
Nicaragua, Nicaragüita.
Hay veces que comenzar por el principio despereza un cierto sentimiento de vergüenza. La Geografía no se nos daba muy bien en el cole, así que a duras penas somos capaces algunos de situar este (ahora también nuestro) país en el mapa. De Historia mejor ni hablamos; ¿Frente Sandiqué? ¡Y que disfrutes mucho con los negritos! –musitaban algunos a nuestra partida allá por julio–.
Poco después sentimos esta tierra fértil casi como si hubiésemos nacido en ella. Fue por un breve período de tiempo, pero suficiente para desatar un huracán en nuestro interior que con toda seguridad será mucho menos efímero que nuestro paso por allí.
El primer día te enfrentas con toda tu ilusión a una manada de chavalos repletos de energía que se han marcado como objetivo de la jornada cazar al vuelo la mirada de los chelitos, nosotros los blanquitos. (Y tú que pensabas que ya habías agarrado algo de color este verano, ¿eh?). Te subes a la bici y vuelves a casa reflexionando si vas a ser capaz de manejar esta situación, si acaso conseguirás que pasados 30 días algún niño haya aprendido a dividir o mejorado su ortografía bajo tus directrices.
Cuando ya eres una nica más (ellos te han hecho sentir como tal) y has conseguido aprenderte sus nombres, que no es una tarea fácil (Yudelsi, Lady Tatiana, Wilmer, Jackson, Yasuara, Enoc, Yasmara, Isayana, etc.), comienzas a individualizar casos, a desmembrar poco a poco las injusticias y a vivirlas como si fuesen propias.
Te metes en sus casas (Aquí está mi casa abierta, hay un plato por ti en nuestra mesa, sombra de árbol para tu cabeza… Como decían Los Guardabarranco allá por el 94), conoces a sus familias y comprendes que en muchos casos la educación de los chavalos está en la posición 14 de su lista, por detrás de trabajar para alimentar a los otros 5 hijos, lidiar con la dependencia al guaro de su cónyuge o con una enfermedad que aquí tendría fácil intervención, pero allí es una losa sobre sus cabezas.
Se acaba la exigencia y comienza el aliento.
Cada mañana te rodean 15 radiantes sonrisas que te llenan de besos y de abrazos (y de cartas). Este es el momento en el que las matemáticas quedan relegadas a un segundo plano y tus esfuerzos se dirigen a dar amor y que ellos se sientan importantes y capaces. Capaces de pensar, de preguntarse, de ser protagonistas del cambio, capaces de soñar. Y qué difícil es soñar cuando las posibilidades que se te plantean son tan escasas, tan volátiles, tan lejanas.
Pero espera, ¿dar? Hay otro punto de inflexión en el que comprendes que tú, con tu piel chelita y tu cara de Occidental, no has hecho más que recibir. Miradas, reflexiones y conversaciones con ellos sobre el matrimonio, sobre los hijos, sobre la educación, la edad, las mujeres, las violaciones, la seguridad, las aspiraciones futuras o el trabajo que provocan que no te metas bajo la mosquitera ni una sola noche sin tratar de gestionar lo que todo ello implica.
Y sí. He dicho con “ellos”. Porque existe un “ellos” y un “nosotros”. Porque nacer en un lugar determinado del planeta es pura serendipia. Porque las posibilidades que tiene un niño en Nicaragua de estudiar secundaria en el pueblo de al lado tras recorrer un camino demasiado hostil para un ser tan pequeño son resultado del azar, de la casualidad que es que tus padres te hayan concebido en este remoto lugar y, por supuesto, de un voraz sistema sin corazón que rige el mundo. Una niña de 10 años en Occidente no dejará de ir al colegio ante la posibilidad de ser violada en el trayecto. Que es totalmente injusto lo sabes antes de aterrizar en Managua, pero lo sientes en tus carnes cuando lo ves.
Mucho te preguntas cuando caminas por la zona rural con qué cara vas tú, ente privilegiado, a decir a aquellas madres que tienen que alentar a sus hijos a ir a la escuela cuando su prioridad es otra. Mucho te cuestionas cuál es tu labor y si realmente tiene sentido nuestra breve estancia allí. Y mucho se desvanecen las dudas cuando un niño de 7 años se deshace en lágrimas por agradecerte la simple peripecia de haberle hecho preguntas (–Mae, gracias por tantas preguntas que me hizo–), cuando un chavalo de 14 te dice que no quiere estudiar en Estados Unidos porque si la gente formada se va de Nicaragua, Nicaragua nunca progresa.
De la mano de Kasak ONG he comprobado que caminar hacia una realidad mejor y más justa es posible. He aprendido que hay una línea clara que separa la cooperación de la caridad. He visto a las personas luchar y organizarse por construir, por asegurarse el agua, la secundaria o una dieta balanceada para los pequeños. He visto el valor que las personas le dan al empujón que necesitan para perseverar en sus batallas y el agradecimiento en sus ojos.
Y te llena de energía y de ánimo para no detenerte y para seguir transmitiendo que no hace falta cruzar el Atlántico para atajar las inmoralidades. Te hace confiar en que tú, desde cualquier lugar, también puedes. Que siempre hay tiempo para un sueño.
Y te llena de ganas de volver.
Nicaragua, Nicaragüita. Nos vemos pronto.
“Ellos quisieron enterrarnos, pero no sabían que éramos semillas”.